Un viaje por Stranger Things y Dragones & Mazmorras para entender por qué imaginar juntos sigue siendo una forma de estar a salvo.
La tercera temporada de Stranger Things comienza con algo que asusta más que cualquier criatura salida del Otro Lado o que cualquiera de esos experimentos de laboratorio. Empieza con un miedo mucho más real, y cotidiano: ver cómo el grupo que siempre estuvo unido empieza a romperse sin darse cuenta.
No hace falta que la serie lo subraye. Basta con mirar a Will, esperando que los demás dejen lo que están haciendo para volver a tirar los dados. El fin de la infancia en un plano. Will, vestido como Will el Sabio —con la túnica morada, el sombrero y el bastón— resistiéndose a crecer, intentando mantener viva la partida. Mientras el resto avanza hacia algo parecido a la vida adulta, él intenta quedarse en uno de los sitios en los que, para él, todo seguía teniendo sentido.
Porque Will, no quiere jugar, Will quiere volver.
Volver a un tiempo en el que todo era sencillo, predecible. Antes de los monstruos, antes de las desapariciones, de las muertes. Quiere regresar a cuando solo eran un grupo de chavales normales que podían inventarse un mundo sin temer que el suyo les cayera encima.
Sin embargo, para nosotros, como espectadores, no hay mal que por bien no venga: mientras el grupo se dispersa, dos personajes ya conocidos vuelven a encontrarse y, esta vez, se consolidan como la dupla más brillante de toda la serie: Steve y Dustin. Algo que en la temporada anterior nació por accidente, y que aquí se afianza como una amistad perfecta, e increíblemente honesta.
La relación que comparten es lo más parecido a tener en mesa a dos jugadores que encajan a la perfección: confianza, improvisación, la certeza de que puedes fallar y aun así alguien estará a tu lado para reírse contigo. En cualquier grupo de rol, esa dinámica es oro. Dos jugadores que no necesitan competir y que no buscan protagonismo. El tipo de relación que convierte una campaña normal, en una historia que quizá recuerdes durante años.
Pero, mientras vemos cómo esto ocurre… Will vive la otra cara de la moneda: ese momento que probablemente aparece tarde o temprano en cualquier campaña larga, cuando la partida deja de encajar para todos por igual. Will decide hacer como si nada hubiera cambiado, pero todo ha cambiado. Y comete, para mí, uno de los peores errores: fingir que no pasa nada, sin afrontar el problema, aferrándose a la idea de que, si nadie nombra el problema, el problema no existe. Cualquiera que haya intentado mantener un grupo de rol en la adultez reconoce ese sentimiento: trabajo, horarios, cansancio, responsabilidades que antes no existían.
Como nos dijo Juan Gómez-Jurado en su entrevista, “ser adulto es como que te toque el máster más cabrón de todos”. Una frase que sirve tanto para la vida, como para cualquier campaña que intenta sobrevivir buscando huecos en el calendario. Porque ignorar lo que se rompe no hace que se arregle, solo consigue que termine de romperse, pero en silencio.
El final de la tercera temporada no deja mucho espacio para ilusiones. Hopper desaparece, Billy muere, Once pierde sus poderes, y abandona Hawkins con la familia Byers. Lo que tenían se parte por la mitad, y esta vez no es un monstruo el responsable: es la vida, avanzando sin pedir permiso.
En cualquier campaña de rol puede ocurrir: alguien se muda, se cambia de trabajo o deja de tener tiempo o energía. Pero hay algo que hay que recordar antes de marcharse, o incluso antes de sentarse por primera vez a la mesa: la persona que dirige la partida cuenta contigo. No como obligación, sino como parte de ese “pacto invisible” que sostiene una partida. No es solo tu ficha o tu personaje: es la historia que se construye con tu presencia y las decenas de horas que ha dedicado para que todo encaje.
Salir de una campaña por fuerza mayor es lo más normal del mundo. Lo que duele es desaparecer sin avisar, o comprometerse a jugar sin tener claro si vas a poder sostenerlo. En el rol, como en la vida, no todo depende de ti, pero una parte sí. Y esa parte es, simplemente, estar. O, al menos, decir que no podrás estar.
Porque muchas veces, las partidas no fallan por lo que ocurre en el juego, sino por lo que no dice fuera.
¿Y tú?
¿Recuerdas la primera vez que tiraste un dado o imaginaste algo junto a otros? ¿Jugabas de niño? ¿Has vuelto a hacerlo?

Gestión editorial
Redacción del texto.

Director creativo y editor
Redacción del texto. Diseño y maquetación.
No Comments