Un viaje por Stranger Things y Dragones & Mazmorras para entender por qué imaginar juntos sigue siendo una forma de estar a salvo.
La primera temporada de Stranger Things arranca con luces parpadeando, un científico corriendo por un pasillo y un ascensor. Pero el verdadero comienzo, al menos para muchos, llega un poco después: cuatro niños en un sótano, lanzando dados sobre una mesa como si el resultado importara de verdad.
Y en realidad, claro que importa. No por el número que salga, sino por lo que representa. Están compartiendo y al mismo tiempo, creando una historia juntos.
Cuando vi esa escena, en 2016, todavía no había jugado nunca a rol, pero llevaba años queriendo hacerlo. Conocía Dragones y Mazmorras de oírlo nombrar en películas, libros y series, como se conocen los lugares a los que uno quiere ir. La serie me tocó justo ahí, en esas ganas de estar alrededor de una mesa, de imaginar con otros, de lanzar un dado y ver ver cómo ese mundo se movía.
El Demogorgon de la primera temporada no es solo un monstruo: es la forma en la que Will, Dustin, Mike y Lucas, le ponen nombre a algo que estaba ocurriendo, y que no sabían explicar. El miedo, convertido en algo que puede describirse con reglas, con números, con una historia que avanza turno a turno. Detrás de las fichas y los dados, D&D es solo eso: una forma de poner orden en el desorden. Es un sistema que transforma la imaginación en un lugar en el que poder quedarse.
Mientras todo fuera corre demasiado deprisa, el rol te obliga a parar. A escuchar. A construir despacio.
Nací en 1995 y crecí en un pueblo de ochenta habitantes. Por lo que, durante toda mi infancia, las posibilidades de jugar a cualquier cosa que no fuera fútbol eran bastante reducidas. Las tardes se medían en soledad, lectura, dibujo, y lo que dieran en la tele.
Por eso, cuando años más tarde vi Stranger Things, no me pareció una serie sobre nostalgia, sino sobre ausencia: sobre todo lo que no había podido vivir, pero intuía que, de algún modo, podía pertenecerme.
Ver a esos niños alrededor de la mesa era como mirar una versión paralela de lo que pudo haber sido. Esa necesidad de inventar para llenar el vacío, de hacerlo en grupo y no en solitario. Fue un recordatorio de algo que no sabía que seguía ahí: que imaginar con otros era posible.
Cuando por fin empecé a jugar, descubrí que el juego no se parecía a lo que imaginaba: era más cercano, más humano. No trataba de grandes gestas ni de héroes perfectos, sino de personas inventando sobre la marcha, fallando y volviendo a intentarlo. Interpretaba a un bárbaro sin demasiadas sutilezas, hecho para golpear fuerte y pensar poco. Me divertía, pero algo faltaba. Así que decidí cambiar su rumbo: hacerlo monje, buscar otro modo de entender el mundo.
Viéndolo ahora, quizá fue un reflejo de mí mismo. Yo también buscaba, y busco, algo más trascendental, una calma que no encuentro. Convertir al bárbaro en monje, fue una especie de broma involuntaria: supongo que, en el fondo, yo también estaba intentando aprender a «mirar hacia dentro.»
Pienso a veces que Once pasa por algo parecido. Su poder nace de la rabia, del miedo y de la soledad, pero aprende —a golpes— que contener también es una forma de fuerza. Dominar el impulso sin perder lo que la hace distinta. En cierto modo, mi bárbaro y ella comparten ese viaje
El rol tiene ese efecto raro de espejo. Las decisiones que parecen pequeñas, acaban diciendo más de ti que muchas decisiones reales. Es un espacio en el que puedes probar otras versiones de ti. A veces, incluso reconocerte en ellas.
En Stranger Things, el Demogorgon cruza la frontera del tablero y se cuela en Hawkins. Es una imagen preciosa y perturbadora a la vez: la fantasía que no se conforma con ser imaginada y reclama su espacio en la realidad.
Dragones y Mazmorras siempre ha jugado en esa frontera entre lo real y lo imaginado. Quizá por eso, en los ochenta, algunos lo temían. El fondo es el mismo: la sospecha de que imaginar demasiado puede tener consecuencias. Y tal vez sea verdad y por eso sigue triunfando.
Me gusta pensar en D&D como una forma de ordenar el caos sin perder la risa. Puedes improvisar dentro de un marco, fallar y que ese fallo se vuelva historia. Es un juego que, por su propia naturaleza, te enseña a aceptar lo imprevisible.
El final de la primera temporada siempre me ha parecido un cierre honesto. El monstruo vuelve, claro. Siempre vuelve. Pero lo importante es que ellos también vuelven a la mesa. Retoman la partida.
La vida sigue, el peligro sigue, pero el juego también.
Stranger Things no inventó el rol, pero lo encendió de nuevo en la cabeza de quienes nunca lo habían mirado, o lo habían mirado mal. Lo colocó en el mapa, en la conversación, en la imaginación de toda una generación que descubrió que bastaba una mesa para construir un mundo.
No hay finales. Solo turnos. Y ganas de seguir.
Y en cada uno, una nueva forma de seguir intentándolo.
¿Y tú?
¿Recuerdas la primera vez que tiraste un dado o imaginaste algo junto a otros? ¿Jugabas de niño? ¿Has vuelto a hacerlo?

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