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A estas alturas, Tolkien ya no es solo un escritor: es una forma de mirar. Hay quien lo estudia y quien lo cita; yo, en cambio, lo persigo en los pliegues de lo cotidiano: un tablero, un mazo boca abajo, un turno que avanza sin prisa como si el tiempo jugara solo. El Señor de los Anillos: Duelo por la Tierra Media no intenta recrear la historia del Anillo; no se atreve, ni lo necesita. Su mérito está en otra parte: en cómo, durante la partida, aparece esa lucha clásica entre el bien y el mal, que atraviesa toda la obra de Tolkien y, si me descuido, también mi forma de ver el mundo
Muchas personas esquivan El Silmarillion. Dicen que es aburrido, demasiado denso, como si costara encontrar por dónde empezar. Y, en parte, en algunas cosas, no se equivocan: es un libro que exige paciencia, pero a mí me parece que, si uno quiere entender por qué su mundo sigue resonando, conviene volver a ese principio, aunque sea de puntillas. Allí, los Valar —los dioses de Tolkien— crean el mundo cantando, y de esa música nacen tanto la belleza como la discordia. Es un libro difícil, sí, pero cuando se abre, lo hace en canal.
Y aunque no hayas leído a Tolkien, el juego se entiende igual: basta con dejarse llevar por esa sensación de lucha entre la luz y la sombra.
Y algo de esa misma música suena también en Duelo por la Tierra Media. No porque el juego intente contar El Silmarillion, sino porque repite, a su manera, ese gesto de «creación compartida». En este caso, los jugadores no inventan un mundo nuevo: lo afinan, lo interpretan. Y mientras las cartas se revelan y el turno avanza, todo encaja. No porque el juego quiera imitar una historia, sino porque en su mecánica hay algo curiosamente narrativo. Cada carta es una decisión, y cada decisión un pequeño cambio de rumbo: no estás solo jugando, estás reescribiendo el equilibrio de la Tierra Media, aunque sea sobre un tablero.
Se reconoce la influencia de 7 Wonders Duel,sí, pero el ritmo es otro: más lento, más íntimo. Allí todo es cálculo; aquí, cada decisión pesa un poco más. Y sin darte cuenta, comparas la historia del Anillo que recuerdas, con la que se va formando en frente de ti.
Dos jugadores, un mapa sobrio y un punto en el que las decisiones pesan más que los dados. No hay ejércitos desbordados ni azar: hay cartas, elecciones, y renuncias, que cuentan una historia. Uno encarna a Sauron; el otro, a la Comunidad. Entre ambos van trazando una narración de avance y resistencia.
Las tres condiciones de victoria —dominio territorial, apoyo de las razas libres o avance del Anillo— son tres formas de contar el mismo relato. Coges una carta y dejas otra expuesta, y en ese gesto reordenas el futuro de la partida. El ritmo es de persecución: cuando empujas el Anillo hacia el Monte del Destino sientes la sombra acercarse.
Esa mezcla entre lo que uno quiere crear y lo que el mundo le deja hacer ya estaba en Tolkien.
"Pero a medida que el tema prosperaba, nació un deseo en el corazón de Melkor: entretejer asuntos de su propia imaginación que no se acordaban con el tema de Ilúvatar, porque intentaba así acrecentar el poder y la gloria de la parte que le había sido asignada"
El Silmarillion, Ainulindalë


Melkor, el primero en rebelarse contra la creación de Tolkien, no fue castigado por crear, sino por ser demasiado creativo. Pienso mucho en Melkor, también al jugar. No por el castigo, sino por el exceso de imaginación: ese impulso de querer sonar más alto que el tema común. Duelo por la Tierra Media tiene también su momento de rebelión.
En la conquista de territorios el diseño a veces parece querer abarcar más de lo que su propia idea admite, como si el mapa pidiera una escala mayor y el juego se la concediera a regañadientes. Es la parte en la que lo noto menos afinado.
La belleza no está en lo que se ve, sino en lo que te hace recordar. No hay miniaturas ni grandes escenarios, pero cada carta despierta algo: ciudades, nombres, lugares. El juego no busca impresionar, busca hacerte volver.
Para mucha gente, no será un juego de ganar, sino de todo lo que pasa mientras lo intentas. Tolkien me acompaña desde niño. Desde aquellas tardes en las que descubrí su mundo a través de las películas, mucho antes de saber que había libros detrás. Las dos primeras películas en VHS, la tercera ya en DVD, la historia creciendo al mismo tiempo que yo. Entonces Tolkien era luz: desayunos de hobbits, caminos marcados, el bien bastaba.
Después llegó la sombra: los héroes trágicos del viejo mundo de Tolkien —Fëanor y su orgullo, Beren y Lúthien desafiando la muerte, Morgoth —el mismo Melkor bajo otro nombre—, que al principio del mundo interrumpió la música de los Valar, una melodía literal con la que dieron forma a la creación, para imponer la suya.
"Porque sólo el fuego de su propio corazón impulsaba a Fëanor, que trabajaba siempre de prisa y solo; y nunca pidió la ayuda ni buscó el consejo de nadie que habitara en Aman"
El Silmarillion, De Fëanor y el desencadenamiento de Melkor
Esa frase te asalta cuando cometes el error habitual: perseguir varias victorias a la vez, trabajar “de prisa y solo”, y acabar quedándote a medias de todo. El diseño castiga con sutileza ese afán de abarcar: como en Tolkien, el precio de cada elección es real. Y por eso, cuando la partida termina, no recuerdo una jugada concreta sino una sensación: la de haber sostenido una parte de esa música antigua que no es mía.
Duelo por la Tierra Media no sustituye esas historias, solo las despierta. Cada jugada es una forma de recordar. Es, al fin y al cabo, un juego de estrategia, pero también una forma de visitar de nuevo un mundo en el que fui, soy, y seré absurdamente feliz, un mundo del que aún no he terminado de despedirme. El tablero no inventa una nueva historia: repite la que ya conoces, y aun así suena distinto.
Recogemos las cartas. No es épico, ni falta que hace.
Y tú, ¿Qué piensas?
¿Qué herencia oscura cargaría tu personaje… y cuál de ellas, en el fondo, también es tuya?

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